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Traqueotomía de Silvia Muñoz. |
Si entré en otorrino por la puerta grande, hoy puedo afirmar que he salido de la rotación por la misma puerta.
Estoy disfrutando y aprendiendo de las prácticas como nunca imaginé, pero también es cierto que no tenía la más mínima idea del impacto que tendrían a nivel emocional. Hoy ha sido, probablemente, el peor día de los dos meses que llevo pateándome el hospital.
La consulta de ORL es tremendamente variada y, dependiendo del día, puede ser infinitamente monótona o irónicamente dramática. Hoy parecía lo primero y ha terminado convirtiéndose en lo segundo. La mayoría de los pacientes eran oncológicos, sólo venían a una revisión periódica y rutinaria, pero más de uno y más de dos parecían haber recidivado. Y quién se lo dice ahora. No obstante, eso no fue lo peor. La lista de pacientes quedó relegada a un segundo plano cuando una anciana de casi noventa años que apenas podía respirar entró en la habitación. Un enorme tumor de laringe impedía el paso de aire que sus pulmones exigían. Mi tutor le explicó de forma breve y concisa a la hija la situación, la pobre mujer requería una traqueotomía urgente, sus pulmones podían colapsar en cualquier momento y ella moriría ahogada. Mientras solucionaban el papeleo me vi sola en consulta con la anciana, que agarrándome la mano suplicaba consuelo aterrorizada.
Después de ponerme el pijama verde que tan familiar se ha vuelto estas semanas corrí hacia el pasillo de los quirófanos donde la mujer, sentada en la camilla, imploraba que la dejasen en paz. Sus hijas le pedían que se operase. Su nieta, llorando, también. Mi tutor, ante la situación, decidió hablar claramente con ella, como un padre aleccionando a sus hijos:
"El aire no puede llegar a sus pulmones, hay que abrir otra vía de acceso. Si no la operamos morirá. Podemos hacer que no sufra si es lo que quiere, si nos lo pide así lo haremos, pero hay que asumir que ese es el final. Tampoco puedo asegurar que vaya a salir de la operación, es una situación complicada, pero al menos podemos intentarlo."
Ante estas palabras la anciana se rindió a la masa de gente verde que la preparó para entrar al quirófano.
Como el tumor impedía la intubación la traqueotomía tuvo que hacerse con anestesia local, por lo que la paciente estuvo despierta en todo momento, rezando, hablando y moviéndose bajo el campo estéril azul mientras una enfermera le daba la mano sentada en el suelo al lado de la camilla.
Me siento incapaz de describir la atmósfera que llenaba el quirófano. Ni siquiera estoy segura de poder describir lo que yo sentí en ese momento. Una mezcla de horror y compasión, urgencia, nerviosismo, tristeza y sentimiento de protección hacia la paciente se reflejaba en los ojos de todos los sanitarios allí presentes, excepto en los de los cirujanos, que con una determinación fría actuaban de forma rápida y precisa. Una vez la cánula estuvo colocada y el paso de aire asegurado la anestesista durmió a la paciente y todos empezamos a respirar tranquilos. La gran masa de gente verde se disolvió con rapidez, quedando el personal mínimo y necesario para terminar la intervención. Mi tutor me indicó cómo dar los puntos de la traqueotomía y pude ver la toma de muestras con el microscopio. Durante todo este tiempo permanecí en una especie de trance, en una extraña dicotomía entre el ansia de aprendizaje y la conmoción, entre la admiración y el miedo. El miedo al dolor, el miedo al fracaso, el miedo a la muerte.
Es curioso, porque sabes que está ahí, que en un visto y no visto se puede llevar a alguien, pero no la ves. No hay un esqueleto con una túnica negra señalando un reloj, ni una sombra fría cerniéndose sobre la habitación, pero lo sabes, la reconoces. La ves en la respiración agónica, en los monitores del anestesista, en los ojos de los médicos y en el silencio de los enfermeros. Y cualquier representación suya se queda corta en una situación así, ninguna deja siquiera vislumbrar lo aterradora que es en realidad.
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