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Comando de Silvia Muñoz |
'¿Y no te da cosa?'
Es una pregunta muy oída (y odiada) entre los estudiantes de medicina. Especialmente en lo que se refiere a prácticas con muertos y cirugías.
'Yo no podría' suele ser lo que sigue en la conversación, y mi reacción es siempre la misma: una muestra de asombro y perplejidad seguida de una risa nerviosa. No, no me dan asco las cirugías. Sí, sí me impresiona abrir a alguien con un bisturí y observar lo que permanece oculto para el resto de los mortales. Descubrir la verdad que se esconde detrás de las láminas y los libros de anatomía. Ver cómo un estómago se hincha y deshincha al ritmo de la respiración, coger los intestinos, que se mueven como si tuviesen vida propia -porque, de hecho, la tienen- o poner una prótesis de rodilla metálica y reluciente que funcionará mejor que la original, ya deshecha. Y todo mientras el anestesista comprueba que el paciente sigue ahí, aunque le quites la mitad del tubo digestivo, le extraigas la vesícula, le llenes la tibia de clavos o le sustituyas la mama por una prótesis debido a un tumor. Qué fuerte es el cuerpo. Cómo resiste a veces. No siempre, pero a veces.
Recuerdo una cirugía de ORL. 'Operación comando' la llaman. Usan esta terminología militar debido a su dificultad. Se utiliza en cánceres avanzados de cavidad oral y orofaringe. Se extrae el tumor junto con parte de la mandíbula y los ganglios linfáticos cervicales y luego se tapa todo con un colgajo procedente de otra parte del cuerpo. Yo estaba, evidentemente, como mera observadora en esta intervención. El adjunto debió adivinar la cara de susto que yo escondía bajo la mascarilla y me preguntó que qué opinaba. Me quedé muda. ¿Que qué me parecía semejante carnicería?
- Estoy entre maravillada y horrorizada -tartamudeé.
En realidad era mucho más cierto lo segundo que lo primero.
Dos días después fui con los adjuntos a revisarle la herida a nuestro paciente. Entró en la sala de curas andando con garbo y entereza, como si no le hubieran arrancado medio cuello y parte de la cara hacía apenas 48 horas para luego taparlo todo con piel y músculo de la región pectoral. La inflamación y la larga herida sujeta con grapas eran increíblemente discretas y el hombre tenía buen aspecto. Yo era consciente de que a pesar de la buena apariencia el pronóstico era malo. El cáncer estaba muy avanzado y las complicaciones del postoperatorio eran innumerables, pero cualquier atisbo del horror que había sentido durante la intervención había desaparecido. Era un hombre joven y por mínima que fuese la probabilidad de supervivencia que hubiese ganado con aquella cirugía, merecía la pena.
-¿Te acuerdas de lo que dije durante la cirugía?-le pregunté a mi adjunto-. Ya sólo estoy maravillada.
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