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Desazón de Silvia Muñoz |
Estoy cansada. Agotada. Exhausta, más bien.
Tengo la suerte de no ser un ficus durante las prácticas. Lejos de sentirme como un elemento inútil y meramente decorativo que dedica su mañana a la persecución interminable de un médico de verdad, soy casi como un residente de primer año en el servicio de medicina interna y me siento afortunada por ello. Asisto a sesiones, paso planta, exploro pacientes, escribo evolutivos, ayudo con las altas y hablo con los familiares. Se podría decir que trabajo o, al menos, ‘trabajo’. Y como buena e inocente novata que soy me llevo el trabajo a casa.
No es algo consciente, no es voluntario. Sólo estoy distraída. Abstraída. Ausente. A la hora de comer, cuando intento descansar y mientras hago como que estudio el examen de la semana que viene, lejos de centrarme en lo que estoy -o debería estar- haciendo, mis neuronas se dedican a intercambiar información y discutir términos médicos con la misma intensidad que los adjuntos en las sesiones de las ocho y media de la mañana.
Tengo presentes a los pacientes, recuerdo sus analíticas, escucho las voces de sus familiares y repaso sus casos una y otra vez. Me replanteo las decisiones médicas y éticas de mis tutores, intento abordar las mismas situaciones desde distintas perspectivas, critico el funcionamiento administrativo del hospital y evoco lo que me han hecho sentir los pacientes, intentando a la vez imaginar y comprender la repercusión de la enfermedad en sus vidas. Y todo esto me consume.
Es un goteo discreto, pero constante, de una preocupación larvada, incontrolada y sin destino, objetivo ni utilidad que drena mi concentración, ánimos y energía hasta dejarme vacía sin yo darme cuenta siquiera. Es silencioso. Desesperante.
Pero mi vida sigue fuera del hospital.
Tengo que cerrar el grifo.
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