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‘Paciente’ de Silvia Muñoz |
Los médicos (me incluiré en el término, aunque aún es pronto) trabajamos con estadísticas. Son nuestra barrera, fuerte y refugio. Nos respaldan cuando todo va bien y nos defienden cuando no.
El año pasado conocí a un chico que, sin saberlo, me enseñó el verdadero valor de los porcentajes. Él había superado recientemente una enfermedad grave. Una de esas que marcan un antes y un después, que hacen que dejes de fumar, reinicies tu vida o empieces a ir a misa. Por entonces esperaba los resultados de 'x' prueba y estaba pendiente de una revisión 'y'. Él me gustaba, me importaba, y yo buscaba respuestas en las páginas de mi libro de hematología, pero sólo encontraba porcentajes. Porcentajes de complicaciones, porcentajes de recaída, porcentajes de superviviencia....Pero, ¿él iba a estar bien? Ninguno de aquellos estúpidos guarismos podía responderme la única pregunta cuya respuesta necesitaba conocer.
Nunca supe el resultado de la prueba 'x', ni lo que se habló en la revisión 'y', pues lo que fuera que había entre nosotros cayó en saco roto, al igual que mi confianza en la estadística. Los números pierden valor al otro lado de la mesa. Son sólo carcasas vacías, flotantes, carentes de significado, pero con el particular don de aligerar los bolsillos de las batas blancas. Cuando te diriges a un individuo concreto, tan único como el número de su carnet de identidad, su huella dactilar o su particular combinación de genes, ¿qué importan los otros noventa y nueve si él es el uno por ciento maldito? ¿Cómo le dices a su familia que les tocó la lotería que nunca quisieron jugar? No hay números que alivien la presión de una desgracia, ni cifras que abriguen del frío de la enfermedad.
Si alguna vez me ves entrar en tu consulta, a mí ya no me hables de porcentajes, sólo dime qué puede salir mal.
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