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Acuarela de Robin Ewers |
Hace unas semanas vi a un hombre llorar de preocupación. Hoy vi a un hombre llorar de alivio. Casi lloro yo también. Me calentó el corazón verle así, feliz, a pesar de las heridas quirúrgicas y de la cánula que le atravesaba la garganta.
Entró sonriente y animado a la sala de curas, acompañado por su hija. Se encontraba bien, se sentía fuerte, o eso nos dijo mientras tapaba el orificio de la traqueotomía para hablar. Mi adjunto empezó a comprobar pruebas y datos en el ordenador mientras la enfermera iniciaba la cura de la herida.
-Ya están los resultados de anatomía patológica -dijo el médico.
Un silencio no acordado llenó la habitación unos segundos, hasta que el adjunto soltó con voz incrédula y atropellada:
-Pues no había tumor.
-¡Ni falta que hace! -respondió la hija con una sonrisa de oreja a oreja.
Y entonces el hombre se echó a llorar. Había sufrido un cáncer y lo había superado, para tiempo después oír en una revisión que algo no cuadraba, que parecía que estaba otra vez ahí. Le habían quitado media laringe por la sospecha de recidiva tumoral, pero ahora el análisis del anatomopatólogo decía que la pieza quirúrgica estaba limpia, que sólo había tejido muerto e infección por la radioterapia, que no había células malignas, que no había tumor.
Había sufrido un cáncer y lo había superado, lo había vencido y ahora no tendría que volver a hacerlo. Y por eso lloraba. Eran lágrimas de alivio, de descanso y con una capacidad analgésica ilimitada. Lágrimas de gratitud, de descarga de tensión acumulada, de incredulidad y asombro y consuelo. Eran lágrimas fuertes, llenas de ganas de vivir y de alegría aún escondida, y eran terriblemente contagiosas.
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